Los caminos de la Animación a la Lectura

“El asombro es la semilla del conocimiento”
(FRANCIS BACON)

                   La expresión “animación a la lectura” se ha impuesto como eufemismo a la moda, lo que quiere decir sin duda, que no se ha profundizado en su contenido y se toma por animación lo que, en ocasiones, simplemente es folclore o populismo didáctico sin rigor pedagógico.

    Quizás la definición más correcta de lo que debe ser la animación la dio PEDRO SALINAS cuando dijo: “la animación a la lectura está dentro del libro y no fuera como algunos piensan”.

    Es decir: si la animación está “dentro del libro”, ello significa que son solo los “buenos” libros los capaces de formar “buenos lectores”. Definición  que además implica la complicidad del intermediario para seleccionar, para poner a disposición del lector “el libro adecuado en el momento preciso”, porque sin duda  para poder “transmitir el amor por la lectura, hay que haberla experimentado”.

            Tal vez “animar a leer” sea una simple cuestión de sentido común. Por ello respondo aquí a dos preguntas entrelazadas, que al menos nos harán reflexionar y replantearse la cuestión ante muchas actitudes incorrectas, ante praxis lectoras inadecuadas que fomentan el desánimo.

   1) ¿CÓMO LLEGARON A ADQUIRIR EL HÁBITO LECTOR LOS QUE SE DECLARAN ADICTOS AL “VICIO IMPUNE”?:

                 Si realizáramos una encuesta entre todos aquellos adultos de hoy que tienen consolidado y arraigado el hábito de la lectura – y he tenido la oportunidad de dialogar sobre el tema con algunos lectores impenitentes – se podría demostrar que llegaron al mismo por dos caminos solo a priori bien diferentes: 

A) PRIMER CAMINO: Para unos – y sirva el ejemplo de algunos autores –  fueron los modelos o referentes, los buenos ejemplos lectores los que les llevaron por el camino del libro, demostrando que tal y como decía Savater, “todos nuestros goces son adquiridos”: una abuela contadora de buenas historias, una madre lectora, una buena biblioteca familiar, un bibliotecario o bibliotecaria ejemplar, un maestro apasionado (para Petit, “no es la escuela la que despierta el gusto por leer. Es un maestro, un bibliotecario que, llevado por su pasión y por el deseo de compartirla, la transmite en una relación individualizada”).

                 Unamuno, por ejemplo, rememora en “Recuerdos de niñez y mocedad” la Biblioteca familiar como fuente de su curiosidad por la lectura y Gabriel García Márquez cuenta en “Vivir para contarla” la siguiente anécdota: “uno de mis seres inolvidables es la maestra que me enseñó a leer. Era una muchacha bella y sabia que no pretendía saber más de lo que podía. Fue ella la que nos leía en clase los primeros poemas que me pudrieron el seso para siempre. Recuerdo con la misma gratitud al profesor de literatura de Bachillerato, un hombre modesto y prudente que nos llevaba por el laberinto de los buenos libros sin interpretaciones rebuscadas”.

    El autor e ilustrador británico Anthony Browne dice en su autobiografía: “Jugar en juego de las formas”: “Creo que la mayoría de la gente recuerda a un maestro que le dejó una impresión duradera. Para mí fue el maestro de Lengua. Era inteligente y dedicado, y había adquirido un conocimiento vasto del teatro y la literatura, conocimiento que su evidente pasión por ambos respaldaba. Fue él quien me introdujo en los placeres de la lectura. Su entusiasmo era contagioso y sus apasionadas lecciones me inspiraron a buscar los libros que nos recomendaba”.

    A la misma reflexión nos conduce Daniel Pennac en su obra “Como una novela” cuando cita a su profesor y poeta Georges Perrot: sacaba un libro, nos miraba, soltaba una risa que nos daba apetito y comenzaba a leer. Caminaba mientras leía, una mano en el bolsillo, la otra, la que sostenía el libro, un poco tensa, como si, leyéndolo, nos lo ofreciera. Todas sus lecturas eran regalos. No nos pedía nada a cambio. Cuando la atención de alguno de nosotros flaqueaba, abandonaba la lectura un segundo, miraba al dormido y silbaba. No nos perdía jamás de vista. Tenía una voz sonora y luminosa, un poco aterciopelada, que llenaba perfectamente el volumen de las clases, de la misma manera que habría llenado un anfiteatro, sin que jamás una palabra sonara más alta que otra.

        Era el libro hecho hombre. Por su voz descubríamos de repente que todo aquello había sido escrito para nosotros. ¿Qué hacia él que no hubieran hecho otros profesores? Nada. En determinados aspectos, hacía incluso mucho menos. Solo que, mira, no nos entregaba la Literatura en un cuentagotas analítico, nos la servía en dosis generosas. Y entendíamos todo lo que nos leía.

        Nos hablaba de todo, nos lo leía todo, porque suponía que teníamos una biblioteca en la cabeza. No era tanto un profesor como un trovador. Su voz, al igual que la de los trovadores, se dirigía a un público que no sabía leer. Abría los ojos. Encendía lámparas”

     B) SEGUNDO CAMINO: Otro grupo es el de aquellos que llegaron a la lectura para huir de la soledad – o mejor para acompañarla – para escapar de la dura realidad circundante, para habitar mundos imaginarios y paraísos ajenos, para convertirse en mil personas diferentes sin dejar de ser tu mismo, para encontrar, tal vez, la felicidad perdida. Los que tenían por amigos a los libros, aquellos para los que el libro era el “salvavidas de la soledad” o “el escudo de los tímidos” recordando las palabras de Ramón Gómez de la Serna y de Ricardo Piglia. 

            Aunque tal vez hoy el refugio de la soledad sean las nuevas tecnologías, los medios digitales.

           “De no haber sido por mis viejos libros, habría sido terriblemente desgraciado”, nos recuerda Charles Dickens en “David Copperfield”, su autobiografía novelada, cuando los libros eran la válvula de escape de la fábrica de betún en la que trabaja por un mísero salario y que le marcó de por vida.

    En las mismas circunstancias del autor inglés se encuentra Jack London. Quedó huérfano de padre muy pronto y su madre se casó con un hombre mayor y viudo, que ya tenía media docena de hijos y se desentendió del pequeño Jack. Vagabundeando por las calles encontró refugio en una Biblioteca Pública, bajo el calor y la protección de la bibliotecaria. Y cuenta su biógrafo M. Krausnick: “aparece una diosa. Miss Ina, la bibliotecaria, se fija en el niño callejero devorador de libros, de gastada ropa. Mis Ina se preocupa de él, le indica el camino entre el laberinto de catálogos y pone prudentemente un poco de sistema en el fogoso lector. Comprensiva, contesta a las preguntas y cuando tampoco sabe cómo seguir adelante, ella encuentra inmediatamente libros que den la respuesta. La biblioteca se convierte en la segunda casa de Jack. Mis Ina, una amiga maternal. La “diosa de su niñez”.

        También el Nobel Ruyard Kipling en “Algo de mí mismo” cuenta como a los seis años fue trasladado desde la India a Inglaterra para su educación en lo que él llamaba la “Casa de la desolación”, donde no faltaban como dieta diaria los malos tratos.

        Y dice: “se me obligaba a leer sin explicaciones bajo el frecuente miedo al castigo. Y llegó un día en que recuerdo que la lectura llegó a ser el camino hacia algo que habría de hacerme feliz. Así empecé a leer todo lo que encontraba. Tan pronto como se supo que esto me daba placer, la privación de la lectura se añadió a los castigos. Fue entonces cuando empecé a leer a escondidas”.

        Y no podemos dejar de lado a las tres hermanas Brontë: Charlotte, Emily y Anne. Fallecida su madre, el padre ingresa a Charlotte y a Emily y a las dos hermanas mayores en un terrible internado para hijas de clérigos, donde las mataban de hambre, y las infecciones y los brutales castigos eran habituales. Las dos hermanas mayores fallecieron devoradas por la tuberculosis y entonces el padre sacó a las otras dos del internado y una vez en el hogar, bajo la tutela paterna, se refugiaron en la lectura, la escritura y la fantasía y crearon mundos paralelos, viendo la luz obras tan imperecederas como “Jane Eyre” o “Cumbres borrascosas”.

        ¿Y no resulta curioso, visto todo lo anterior,  que sea el pueblo inglés el que haya producido la mejor literatura de todos los tiempos y el índice de lectores sea muy superior al de otras culturas?

        No faltan tampoco los ejemplos de autores españoles. Ana María Matute recuerda en “La voz del silencio” como las lecturas acompañaron su soledad en la infancia, refugio de la indiferencia de su madre (“leer y escribir son oficios solitarios”).

                     Sin olvidarse de Gustavo Adolfo Bécquer: a los 11 años ya era huérfano de padre y madre y acogido por su madrina, poseedora de una gran biblioteca, se refugió en la lectura para crearse mundos paralelos.

   2)  ¿QUÉ DEBE HACERSE ENTONCES PARA FORMAR LECTORES?: 

             Visto lo anterior, lo que se deduce  es que todos llegaron al vicio lector por curiosidad: de conocer, de compartir, de sentirse reflejado, de huir y refugiarse, para salirse de su mundo. Es decir: la curiosidad como fuerza capaz de mover y conmover. ¿Qué fue lo que impulsó a Newton al descubrimiento de la Ley de la Gravitación Universal sino la curiosidad o intento de encontrar una respuesta a la pregunta de por qué la manzana desprendida del árbol le caía sobre la cabeza?

               ¿Qué hacer entonces? Pues sencillamente esto: excitar la curiosidad, que es lo mismo que despertar el interés, “darle a oler que detrás de cada libro hay una orgia de placer”, insinuar, sugerir, hechizar, hablar con pasión y con poder de convicción, “alimentar la anticipación”.

                 “Todos los niños nacen con el don innato de la curiosidad, que si no se excita, se desvanece”, nos alecciona de nuevo Dickens, esta vez en “Oliver Twist”.

                   Y empezar cuanto antes mejor, porque salvo raras excepciones, “quién no encuentra el camino del libro de niño, ya no lo encontrará nunca más”, confirma Astrid Lindgren.

          “Para que una historia mantenga de verdad la atención de un niño, ha de divertirle y excitar su curiosidad”, decía el psicoanalista Bruno Bettelheim en su imprescindible libro “Psicoanálisis de los cuentos de hadas”.

          Pero y esta es la pregunta del millón: ¿Cómo excitar la curiosidad hacia la lectura de los jóvenes de hoy, tal vez con otros refugios para huir del desamparo e inmersos en otra cultura y otros referentes?

        Lo primero que hay que saber es que, igual que para transmitir conocimientos hay que tener conocimientos, para despertar la curiosidad hay que sentir la curiosidad, o dicho en otras palabras: para excitar el interés por la lectura en los niños y jóvenes hay que tener previo interés por la lectura, y valga la redundancia. O sea: hay que llevar dentro actitudes y aptitudes.

        Anteriormente, García Márquez destacaba como virtudes de los maestros que le inculcaron el amor por los libros, las de “hombre modesto y prudente”, no pretendía saber más de lo que podía”, “comprensiva”, con lo cual nos introduce en el perfil o retrato del “maestro ideal de lectura”: los que saben “despertar energías dormidas”, “los poseídos por la pasión comunicativa de su materia”, “los que no comparten solo su saber, sino el propio deseo de saber”,  “los que hacen que tome vida todo aquello de lo que hablan” y “los llevados por su pasión y su deseo de compartirla”. “los que contagian su entusiasmo”.

        El buen “maestro de lectura” es el mago que nos lleva a los libros, el hechizador, con capacidad para persuadir, el que sabe conjugar historias y afectividad o arrancar desde las motivaciones afectivas – al igual que hacen todos los padres que unen amor y narración cuenta cuentan un cuento a sus hijos antes de acostarse –  el que sabe traspasar su entusiasmo, porque “es solamente desde la capacidad de entusiasmo de un profesor desde la que ha de conquistarse la atención del alumno”.

        En palabras del filosofo Gilles Deleuze  “un maestro no es el que ordena “hazlo como yo” sino el que dice “hazlo conmigo”, es decir,  no el que impone las lecturas, sino el que las comparte.

        Y a estos dones innatos – por desgracia no existe una “didáctica o pedagogía para aprender a excitar la curiosidad”  – se deben añadir los conocimientos suficientes sobre la materia, o sea, tener presentes siempre el tipo de libros que debemos poner en las manos de nuestros pupilos: los que transmiten emociones y despiertan el asombro, los que les transmutan y les hacen sentirse desorientados e inseguros, los que les intranquilizan, los que les ayudan a crecer, aquellos que destierran sus prejuicios y les presentan otros mundos, los que les mueven y les elevan, aquellos a los que van a buscar respuestas pero les plantean nuevas dudas.

                Decía Ana María Matute: “Me parece que a los jóvenes les distancia de la lectura la mala educación literaria que reciben en la escuela, los malos profesores de Literatura que tienen. Y los malos padres, que no leen. Cuando les cae un buen profesor, hace lectores a montones. Pero si dan con uno que les obliga a leer “El Buscón” a los diez años, huyen de la lectura. Eso lo que hace es asesinar las ganas de leer y odiar los libros en vez de amarlos y disfrutarlos

        “Lo más importante para cualquier artista es aprender a mirar”, nos dice Luis García Montero. Lo más importante pues para cualquier maestro de lectura es enseñar a sus alumnos a mirar, a sentir fascinación por lo que le rodea, a tener la mirada abierta, a observar y recrearse en la contemplación, a ser curiosos en una palabra.

        Y añade: “la literatura es el arte de conseguir que el tiempo se quede a vivir con nosotros, sin que quiera escaparse, sin necesidad de meterlo en una jaula. La literatura es también como tener un cuarto propio, un fuego personal para calentarnos cuando sentimos frío. Un libro es como la habitación que llamamos nuestro cuarto”.

        El profesor y escritor Emili Teixidor describe una curiosa táctica, un simple ejemplo pedagógico, que nos demuestra de que manera una creativa y sencilla idea puede disparar la curiosidad y el interés de sus alumnos: el profesor que lleva tres libros al aula, comenta solo dos y deja uno de ellos sin comentar, que precisamente es el que desea que sus alumnos lean.

        Cuando le preguntan por qué no comenta el susodicho libro, responde vagamente y con divagaciones excitantes.

        Y precisamente es el libro en cuestión, el no comentado, el que les preocupa, el que todos quieren tomar en préstamo.

        Es simplemente la curiosidad lo que el curioso profesor consigue excitar en esta curiosa anécdota.

        Pues lo dicho: cuestión de sentido común, reivindicación de la sensibilidad, encender el fuego que llevamos dentro, constante excitación de la curiosidad

                                                            BIBLIOGRAFIA CONSULTADA

  • MARIE – LISE GAZARIAN – GAUTIER: Ana María Matute: La voz del silencio, Espasa, Madrid, 1997
  • DANIEL PENNAC: Mal de escuela, Mondadori, Barcelona, 2008
  • DANIEL PENNAC: Como una novela, Ed. Anagrama, Barcelona, 1993
  • MIGUEL DE UNAMUNO: Recuerdos de niñez y mocedad, Alianza, Madrid, 2006
  • GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: Vivir para contarla, Mondadori, Barcelona, 2002
  • JAVIER MARIAS: Vidas escritas, Siruela, Madrid, 1992
  • LUIS GARCÍA MONTERO: Lecciones de poesía para niños inquietos, Comares, Granada, 1999
  • SALVADOR G. JIMÉNEZ: El hombre que se volvió loco leyendo “El Quijote” (Para acabar con la enseñanza de la Literatura), Ariel, Barcelona, 1996
  • R. DAHL: Boy (Relatos de infancia), Alfaguara, Madrid, 2003
  • MICHÉLE PETIT: Nuevos acercamientos a los jóvenes y a la lectura, Fondo de Cultura Económica, México, 1999
  • JORGE LARROSA: La experiencia de la lectura. Estudios sobre literatura y formación, Laertes, Barcelona, 1996
  • MICHAIL KRAUSNICK: ¡Hambriento! La vida de Jack London, Lóguez, Salamanca, 1993
  • ASTRID LINDGREN: Mi mundo perdido, Juventud, Barcelona, 1985
  • EMILI TEIXIDOR: La lectura y la vida, Ariel, Barcelona, 2007   
  • BRUNO BETTELHEIM: Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Ed. Crítica, Barcelona, 1980.
  • ROSA MONTERO: Historias de mujeres, Punto de Lectura, Madrid 2006   

(Artículo publicado en la revista “Mi Biblioteca”, nº 55, otoño 2018, Fundación Alonso Quijano, Málaga)